Queridos alumnos:
Espero que estén bien y sigan cuidándose. En primer lugar, quiero pedirles
disculpas por mi ausencia durante la semana pasada, mi computadora se rompió y
recién el viernes pude acceder a otra. En cuanto a sus trabajos, vuelvo a
felicitarlos por la labor que han hecho. En estas circunstancias, es más que
valorable. Si alguno todavía no me lo mandó, está a tiempo de hacerlo. Entre
hoy y mañana voy a enviarles las respuestas correctas para que hagan la
autocorrección.
En esta oportunidad les traigo un nuevo cuento para que lean. ¡Espero que
lo disfruten!
PRIMER AMOR
por Antonio Dal Masetto
En aquellos tiempos todavía no
odiaba nada ni a nadie. Tenía doce años y estaba enamorado. Meses atrás,
no muchos, había cruzado el océano en un barco de emigrantes, había visto
llorar a hombres rudos, había llorado a mi vez y me había escapado de popa
a proa para ponerme a soñar con América.
Miraba el horizonte y fantaseaba acerca
de llanuras, caballos impetuosos, espuelas de plata y sombreros de alas
anchas.
Lo que me esperaba al cabo de la
travesía fue un puerto como todos, hierro y óxido, anchas avenidas
empedradas, bandadas de palomas y más allá una ciudad como un muro.
Después vino el tren lento a través de los campos invernales, estaciones
vacías, campanazos que anunciaban las partidas y estremecían el silencio
y, finalmente, el pueblo. Nada de sombreros de ala ancha.
Lo primero fue cambiar los pantalones
cortos por unos mamelucos, los zapatos por alpargatas. Me enseñaron el
recorrido de la clientela, me dieron una bicicleta y me pusieron a
repartir carne. Tuve que enfrentar el desconocimiento del idioma y
soportar las burlas de los pibes en las que, por lo menos al principio, no
alcanzaba a distinguir más que la palabra gringo. De todos modos no me
quedaba quieto y cuando tenía uno a mano me le tiraba encima. Pero no
había demasiada convicción en esas peleas. Y en los baldíos, en las calles
de tierra, lo único que dejamos fueron algunos botones de nuestra ropa.
Lo cierto es que ahora pedaleaba de
mañana, pedaleaba de tarde y estaba enamorado. Ella se llamaba Renata,
usaba trenzas, tenía los ojos pardos y vivía en una gran casa, con una
chapa de bronce en la puerta, donde yo tocaba timbre cada día para
entregar el pedido. La amaba porque era hermosa, porque era la hija del
doctor y porque era malvada. Por lo menos eso comentaban entre ellas
algunas clientas, cuyas hijas eran compañeras de Renata en el colegio de
monjas. Nunca me pregunté qué clase de perversidades pudieron haberle
ganado ese calificativo. Pero en esos meses, para mí, la idea de la maldad
se convirtió en un atributo de la perfección.
El domingo en que la vi por primera vez,
Renata cruzaba la plaza con unas amigas: venían de misa. Ella caminaba en
el centro, lideraba el grupo, hablaba muy seria, la cabeza erguida, y las
demás alborotaban alrededor.
Vaya a saber lo que sentí realmente, quedé
turbado y esa noche tardé en dormirme. De algún modo debí intuir que con
aquel encuentro se abría una etapa nueva. Hasta ese momento me había
estado asomando al pueblo y sus calles como sobre un pozo sin fondo, donde
no había respuestas, ni siquiera preguntas, sólo estupor y una calma de
agua estancada. Recuerdo los amaneceres escarchados, la quietud del río,
las noches sin vida, los dos caballos tristes y pacientes bajo la lluvia
en el terreno cercado por alambres de púas, frente a nuestra casa. Vivía
como aletargado por todo eso, sumergido en un asombro quieto y distante.
No sabía si algo en mí estaba exigiendo un cambio. Era un adolescente
inquieto, aunque la prueba a la que estaba sometido casi no me permitía
rebeldías, no pedía aceptación ni rechazo, simplemente me rodeaba con su
abandono, me enquistaba y me anulaba.
Después de encontrarme con Renata, en
los días siguientes, cuando averigüé que vivía en aquella casa y me puse a
soñar con ella, aprendí, entre otras cosas, que había en mí una capacidad
de sufrimiento hasta entonces insospechada. Y me lo repetía a cada rato:
“Sufro, estoy sufriendo, nunca sanaré de este dolor”. Estaba
realmente convencido. Pero también era cierto que todo ese desgarramiento
no me debilitaba, al contrario, comenzaba a instalar señales reconocibles
y familiares en esos días vacíos. A medida que aceptaba ese mundo como
mío, percibía que se iba desintegrando la rigidez que me separaba de todo.
La esperanza que cada mañana respiraba en el aire frío, el sobresalto
renovado cada vez que veía a Renata salir del colegio entre sus compañeras
(un delantal blanco siguió representando para mí, durante mucho tiempo, el
símbolo del amor y la aristocracia pueblerina), eran cosas reales, que me
devolvían una identidad. De este modo, sin saberlo ella, la presencia de
Renata iba introduciendo cierto orden en mi desconcierto. Me hundía en la
impotencia y al mismo tiempo me salvaba del desarraigo. Seguramente, por
lo menos al principio, ni siquiera debió darse cuenta de mi existencia. Y
aun más tarde, después del encuentro en el jardín, es probable que no haya
vuelto a fijarse ni a acordarse de mí. Sin embargo, desde esas distancias,
ella me marcaba una dirección. Yo me sometía, sufría y me sentía vivo.
Y así, aquellas calles se llenaron de actividad,
de cálculos, de horarios, de estrategias. Siempre estaba yéndome o
llegando, partía en mi bicicleta con cualquier excusa, me ofrecía para
todos los mandados. Pasaba por su casa, por la de alguna amiga, por la
iglesia, por el club, por cada sitio donde suponía que podía estar.
Corría permanentemente. En realidad, era ella la dueña del
movimiento. Se desplazaba y yo respondía girando a su alrededor, a una
cuadra de distancia, a cinco, a diez, como si estuviese atado con un hilo,
ensayando vastos rodeos, encarando finalmente por una calle donde ella
venía avanzando, para cruzarla de frente y pasar a un par de metros,
pedaleando fuerte, la mayoría de las veces sin atreverme siquiera a
mirarla. Llevaba en el bolsillo una libreta en la que anotaba:
“Martes 17, la vi; miércoles 18, la vi; jueves 19, la
vi dos veces; viernes 20, la vi, me parece que me miró”.
Una mañana toqué timbre y salió ella a
atenderme. Había delirado con esa ocasión, pero no supe qué hacer y todos
mis planes se diluyeron. Me quedé mirándola, inmovilizado, con mis
mamelucos color ladrillo y mis alpargatas deshilachadas.
—Traigo la carne —murmuré, con un tono y
una torpeza que me hicieron sentir avergonzado.
No se dignó tomar el
paquete. Se hizo a un lado y me señaló una puerta:
—Dejalo ahí, sobre la
mesa.
Obedecí. Cuando ya me iba
oí que decía:
—Esperá.
Me detuve.
—¿Por qué siempre me andás
mirando? —preguntó.
Sentí que me temblaban las rodillas y
aparté la vista. Me dije que no habría otra oportunidad como ésa y
me esforcé por construir una respuesta en un castellano decente, aunque
cuando la tuve lista ya era tarde.
—Vení —dijo Renata.
La seguí. Recorrimos el
pasillo y salimos, por la puerta del fondo, al jardín que tantas veces
había vislumbrado desde la calle. Aquello era como estar en un mundo
prohibido. Renata me guió entre una doble hilera de naranjos, hasta la
pared que separaba el terreno de la casa vecina.
—¿Sabés qué es? —preguntó
señalando con el dedo.
—Un rosal —contesté.
—Eso es lo que parece
—dijo.
Se mantuvo en silencio, pensativa,
durante unos minutos, y advertí que era más alta que yo. Después se acercó
más al rosal y me contó una historia:
—Mi bisabuela se llamaba
Renata, igual que yo. Mi bisabuelo viajaba y la dejaba mucho tiempo sola.
Era una mujer bellísima. Se enamoró de un sobrino, quince años menor que
ella. Pero él la rechazó. Entonces lo mató y lo enterró acá, junto al
muro. A la semana notó que en este lugar había nacido un rosal. Tomó una
tijera y lo cortó. El rosal volvió a crecer. Lo cortó. Y así muchas
veces. Hasta que un día, mientras trataba de arrancarlo, se pinchó un dedo
con una espina y quedó embarazada. Cuando dio a luz vio que el chico era
el sobrino al que había asesinado. Pensó matarlo otra vez, pero finalmente
decidió criarlo. El chico no paraba nunca de mamar, jamás estaba
satisfecho. Acabó con su leche y comenzó a chuparle la sangre. Mi
bisabuela se fue debilitando y al tiempo murió.
Mientras hablaba, Renata no había dejado
de mirarme. Calló y oí el chillido de los pájaros.
—Dame la mano —dijo ella.
Estiré el brazo. Me arrastró suavemente,
acercó mi mano al rosal para que me pinchara con una espina.
Soporté sin chistar, sin moverme. Retuvo mi dedo para ver brotar la
sangre. Entonces busqué en sus ojos el placer perverso del que había oído
hablar. Lo que vi fue gravedad y, me pareció, un velo de tristeza.
—Ahora —sentenció—, vas a
quedar embarazado, como mi bisabuela.
Me soltó. Un golpe de viento trajo el
olor de la primavera próxima. Sentí que ese jardín no se encontraba en el
pueblo, sino en otra parte, lejos, y que tal vez nunca tuviese que
marcharme. Por un momento pude pensar que entre Renata y yo no había
diferencias, que éramos iguales y lo seguiríamos siendo mientras
permaneciésemos ahí.
Ella volvió a hablar.
—Andate —dijo.
No había prepotencia en su
voz, ni siquiera era una orden, sino la manifestación simple y clara de
algo que debía ser hecho.
Crucé el jardín, salí a la
vereda y caminé hasta doblar la esquina. Apoyé la bicicleta contra un
árbol, saqué mi libreta, la abrí y aplasté la gota de sangre sobre una
hoja en blanco. Volví a guardarla en el bolsillo de la camisa, contra el
corazón. Después me llevé el dedo a los labios y lo mantuve ahí. Monté y
pedaleé calle abajo, hacia el horizonte quieto y abierto que se divisaba
más allá de las casas.
Después de la lectura,
piensen:
1. ¿Qué tipo de mujer despierta el amor del
narrador protagonista?
2. ¿Por qué este amor imposible compensa el
sentimiento de desarraigo?
3. ¿Por qué el sufrimiento por amor hace
sentir vivo al protagonista?
Esta vez
no es necesario que me manden las respuestas al mail, quiero que lo piensen y
lo anoten, eso sí, pero no hace falta entregar un trabajo.
Por
último, quiero que nos encontremos, aunque sea virtualmente, por eso vamos a
empezar a usar un grupo de hangouts. Sé que ya lo están usando por lo que no
vamos a tener complicaciones. Les pido que me manden un correo con el asunto
GRUPO HANGOUTS 2 A desde el mail con el que quieran que los agregue y su
nombre y apellido. Es importante que esto lo hagan hasta el miércoles 29,
ya que el jueves 30 nos encontramos en
el grupo a las 13 hs para charlar sobre lo que vieron en esta actividad.
Les mando
un abrazo y muchos cariños.
María
Victoria.