¡Hola,
chicos! ¿Cómo están? Espero que sigan bien, cuidándose y en casa. Recibí en
estos días varios de sus trabajos, algunos de ustedes lograron terminar con
todo lo que tenían pendiente ¡Muy bien! Estamos cerrando esta primera etapa,
por lo que es un buen momento para mirar hacia atrás y felicitarnos por todo
nuestro esfuerzo. A quienes todavía no lograron tomar el ritmo, pónganse las
pilas para esta segunda parte, ¡Vamos! Ya saben que pueden consultarme
cualquier cosa por mail o por el grupo de Hangouts, los espero para conversar
cuando quieran.
Como les
dije en la última clase, hoy vamos a comenzar con una nueva unidad titulada “Las maravillas de lo cotidiano”. Sí,
nos despedimos de nuestro queridísimo Martín Fierro –que quedará en lo profundo
de sus corazones y llevarán por siempre con ustedes- para darle la bienvenida a
nuevos personajes. Comenzaremos, entonces, a analizar al llamado realismo
mágico. Para empezar a pensarlo, les dejo la siguiente frase y algunas
preguntas:
“Exuberante y exótica en su naturaleza, moderna
y cosmopolita en sus ciudades, América Latina se define por su diversidad. Sus paisajes,
la densidad poblacional de sus grandes capitales, los diversos tipos sociales
que la componen, la variedad de climas, y los acontecimientos históricos –que han
dado origen y siguen perfilando cada una de sus naciones- confluyen para
delinear un continente que opera sobre la realidad y descubre en ella espacios
donde surge lo maravilloso como una cotidiana presencia.”
1. Busquen en un diccionario el
significado de las palabras exuberante,
exótica, moderna y cosmopolita. Luego determinen por qué puede decirse que
América Latina se define a partir de estos términos.
2. ¿Consideran que lo maravilloso se relaciona con lo contemporáneo? Justifiquen.
Ahora,
vamos a leer un cuento del escritor Gabriel García Márquez titulado Muerte constante más allá del amor que
narra la historia de un pueblo tropical donde no crecen las flores y los
árboles son parte de una escenografía, las mariposas quizás solo puedan ser de
papel. En ese pueblo, un hombre al borde de la muerte tal vez pueda encontrar a
la mujer más hermosa del mundo… Se los dejo para que lo disfruten.
Gabriel García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF,
2014)
Muerte constante
más allá del amor
Al senador Onésimo Sánchez le
faltaban seis meses y once días para morirse cuando encontró a la mujer de su
vida. La conoció en el Rosal del Virrey, un pueblecito ilusorio que de noche
era una dársena furtiva para los buques de altura de los contrabandistas, y en
cambio a pleno sol parecía el recodo más inútil del desierto, frente a un mar
árido y sin rumbos, y tan apartado de todo que nadie hubiera sospechado que
allí viviera alguien capaz de torcer el destino de nadie. Hasta su nombre
parecía una burla, pues la única rosa que se vio en aquel pueblo la llevó el
propio senador Onésimo Sánchez la misma tarde en que conoció a Laura Farina.
Fue una escala ineludible
en la campaña electoral de cada cuatro años. Por la mañana habían llegado los
furgones de la farándula. Después llegaron los camiones con los indios de
alquiler que llevaban por los pueblos para completar las multitudes de los
actos públicos. Poco antes de las once, con la música y los cohetes y los
camperos de la comitiva, llegó el automóvil ministerial del color del refresco
de fresa. El senador Onésimo Sánchez estaba plácido y sin tiempo dentro del
coche refrigerado, pero tan pronto como abrió la puerta lo estremeció un
aliento de fuego y su camisa de seda natural quedó empapada de una sopa lívida,
y se sintió muchos años más viejo y más solo que nunca. En la vida real acababa
de cumplir 42, se había graduado con honores de ingeniero metalúrgico en
Gotinga, y era un lector perseverante, aunque sin mucha fortuna de los clásicos
latinos mal traducidos. Estaba casado con una alemana radiante con quien tenía
cinco hijos, y todos eran felices en su casa, y él había sido el más feliz de
todos hasta que le anunciaron, tres meses antes, que estaría muerto para
siempre en la próxima Navidad.
Mientras se terminaban
los preparativos de la manifestación pública, el senador logró quedarse solo
una hora en la casa que le habían reservado para descansar. Antes de acostarse
puso en el agua de beber una rosa natural que había conservado viva a través
del desierto, almorzó con los cereales de régimen que llevaba consigo para
eludir las repetidas fritangas de chivo que le esperaban en el resto del día, y
se tomó varias píldoras analgésicas antes de la hora prevista, de modo que el
alivio le llegara primero que el dolor. Luego puso el ventilador eléctrico muy
cerca del chinchorro y se tendió desnudo durante quince minutos en la penumbra
de la rosa, haciendo un grande esfuerzo de distracción mental para no pensar en
la muerte mientras dormitaba. Aparte de los médicos, nadie sabía que estaba
sentenciado a un término fijo, pues había decidido padecer a solas su secreto,
sin ningún cambio de vida, y no por soberbia sino por pudor.
Se sentía con un dominio
completo de su albedrío cuando volvió a aparecer en público a las tres de la
tarde, reposado y limpio, con un pantalón de lino crudo y una camisa de flores
pintadas, y con el alma entretenida por las píldoras para el dolor. Sin
embargo, la erosión de la muerte era mucho más pérfida de lo que él suponía,
pues al subir a la tribuna sintió un raro desprecio por quienes se disputaron
la suerte de estrecharle la mano, y no se compadeció como en otros tiempos de
las recuas de indios descalzos que apenas si podían resistir las brasas de
caliche de la placita estéril. Acalló los aplausos con una orden de la mano,
casi con rabia, y empezó a hablar sin gestos, con los ojos fijos en el mar que
suspiraba de calor. Su voz pausada y honda tenía la calidad del agua en reposo,
pero el discurso aprendido de memoria tantas veces machacado no se le había
ocurrido por decir la verdad sino por oposición a una sentencia fatalista del
libro cuarto de los recuerdos de Marco Aurelio.
—Estamos aquí para
derrotar a la naturaleza —empezó, contra todas sus convicciones—. Ya no seremos
más los expósitos de la patria, los huérfanos de Dios en el reino de la sed y
la intemperie, los exilados en nuestra propia tierra. Seremos otros, señoras
señores, seremos grandes y felices.
Eran las fórmulas de su
circo. Mientras hablaba, sus ayudantes echaban al aire puñados de pajaritos de
papel, y los falsos animales cobraban vida, revoloteaban sobre la tribuna de
tablas y se iban por el mar. Al mismo tiempo, otros sacaban de los furgones
unos árboles de teatro con hojas de fieltro y los sembraban a espaldas de la
multitud en el suelo de salitre. Por último armaron una fachada de cartón con
casas fingidas de ladrillos rojos y ventanas de vidrio y taparon con ella los
ranchos miserables de la vida real.
El senador prolongó el
discurso, con dos citas en latín, para darle tiempo a la farsa. Prometió las
máquinas de llover, los criaderos portátiles de animales de mesa, los aceites
de la felicidad que harían crecer legumbres en el caliche y colgajos de
trinitarias en las ventanas. Cuando vio que su mundo de ficción estaba
terminado, lo señaló con el dedo.
—Así seremos, señoras y
señores —gritó—. Miren. Así seremos.
El público se volvió. Un
trasatlántico de papel pintado pasaba por detrás de las casas, y era más alto
que las casas más altas de la ciudad de artificio. Sólo el propio senador
observó que a fuerza de ser armado y desarmado, y traído de un lugar para el
otro, —también el pueblo de cartón superpuesto estaba carcomido por la
intemperie, y era casi tan pobre y polvoriento y triste como el Rosal del
Virrey.
Nelson Farina no fue a
saludar al senador por primera vez en doce años. Escuchó el discurso desde su
hamaca, entre los retazos de la siesta, bajo la enramada fresca de una casa de
tablas sin cepillar que se había construido con las mismas manos de boticario
con que descuartizó a su primera mujer. Se había fugado del penal de Cayena y
apareció en el Rosal del Virrey en un buque cargado de guacamayas inocentes,
con una negra hermosa y blasfema que se encontró en Paramaribo, y con quien
tuvo una hija. La mujer murió de muerte natural poco tiempo después, y no tuvo
la suerte de la otra cuyos pedazos sustentaron su propio huerto de coliflores,
sino que la enterraron entera y con su nombre de holandesa en el cementerio
local. La hija había heredado su color y sus tamaños, y los ojos amarillos y
atónitos del padre, y éste tenía razones para suponer que estaba criando a la
mujer más bella del mundo.
Desde que conoció al
senador Onésimo Sánchez en la primera campaña electoral, Nelson Farina había
suplicado su ayuda para obtener una falsa cédula de identidad que lo pusiera a
salvo de la justicia. El senador, amable pero firme, se la había negado. Nelson
Farina no se rindió durante varios años, y cada vez que encontró una ocasión
reiteró la solicitud con un recurso distinto. Pero siempre recibió la misma
respuesta. De modo que aquella vez se quedó en el chinchorro, condenado a
pudrirse vivo en aquella ardiente guarida de bucaneros. Cuando oyó los aplausos
finales estiró la cabeza, y por encima de las estacas del cercado vio el revés
de la farsa: los puntales de los edificios, las armazones de los árboles, los
ilusionistas escondidos que empujaban el trasatlántico. Escupió su rencor.
—Merde —dijo— c'est le
Blacaman de la politique.
Después del discurso,
como de costumbre, el senador hizo una caminata por las calles del pueblo,
entre la música y los cohetes, y asediado por la gente del pueblo que le
contaba sus penas. El senador los escuchaba de buen talante, y siempre
encontraba una forma de consolar a todos sin hacerles favores difíciles. Una
mujer encaramada en el techo de una casa, entre sus seis hijos menores,
consiguió hacerse oír por encima de la bulla y los truenos de pólvora.
—Yo no pido mucho, senador
—dijo—, no más que un burro para traer agua desde el Pozo del Ahorcado.
El senador se fijó en los
seis niños escuálidos.
—¿Qué se hizo tu marido?
—preguntó.
—Se fue a buscar destino
en la isla de Aruba— contestó la mujer de buen humor—, y lo que se encontró fue
una forastera de las que se ponen diamantes en los dientes.
La respuesta provocó un
estruendo de carcajadas.
—Está bien —decidió el
senador— tendrás tu burro.
Poco después, un ayudante
suyo llevó a casa de la mujer un burro de carga, en cuyos lomos habían escrito
con pintura eterna una consigna electoral para que nadie olvidara que era un
regalo del senador.
En el breve trayecto de
la calle hizo otros gestos menores, y además le dio una cucharada a un enfermo
que se había hecho sacar la cama a la puerta de la casa para verlo pasar. En la
última esquina, por entre las estacas del patio, vio a Nelson Farina en el
chinchorro y le pareció ceniciento y mustio, pero lo saludó sin afecto:
—Cómo está.
Nelson Farina se revolvió
en el chinchorro y lo dejó ensopado en el ámbar triste de su mirada.
—Moi, vous savez —dijo.
Su hija salió al patio al
oír el saludo. Llevaba una bata guajira ordinaria y gastada, y tenía la cabeza
guarnecida de moños de colores y la cara pintada para el sol, pero aun en aquel
estado de desidia era posible suponer que no había otra más bella en el mundo.
El senador se quedó sin aliento.
—¡Carajo —suspiró
asombrado— las vainas que se le ocurren a Dios!
Esa noche, Nelson Farina
vistió a la hija con sus ropas mejores y se la mandó al senador. Dos guardias
armados de rifles, que cabeceaban de calor en la casa prestada, le ordenaron
esperar en la única silla del vestíbulo.
El senador estaba en la
habitación contigua reunido con los principales del Rosal del Virrey, a quienes
había convocado para cantarles las verdades que ocultaba en los discursos. Eran
tan parecidos a los que asistían siempre en todos los pueblos del desierto, que
el propio senador sentía el hartazgo de la misma sesión todas las noches. Tenía
la camisa ensopada en sudor y trataba de secársela sobre el cuerpo con la brisa
caliente del ventilador eléctrico que zumbaba como un moscardón en el sopor del
cuarto.
—Nosotros, por supuesto,
no comemos pajaritos de papel —dijo—. Ustedes y yo sabemos que el día en que
haya árboles y flores en este cagadero de chivos, el día en que haya sábalos en
vez de gusarapos en los pozos, ese día ni ustedes ni yo tenemos nada que hacer
aquí. ¿Voy bien?
Nadie contestó. Mientras
hablaba, el senador había arrancado un cromo del calendario y había hecho con
las manos una mariposa de papel. La puso en la corriente del ventilador, sin
ningún propósito, y la mariposa revoloteó dentro del cuarto y salió después por
la puerta entreabierta. El senador siguió hablando con un dominio sustentado en
la complicidad de la muerte.
—Entonces —dijo— no tengo
que repetirles lo que ya saben de sobra: que mi reelección es mejor negocio
para ustedes que para mí, porque yo estoy hasta aquí de aguas podridas y sudor
de indios, y en cambio ustedes viven de eso.
Laura Farina vio salir la
mariposa de papel. Sólo ella la vio, porque la guardia del vestíbulo se había
dormido en los escaños con los fusiles abrazados. Al cabo de varias vueltas la
enorme mariposa litografiada se desplegó por completo, se aplastó contra el
muro, y se quedó pegada. Laura Farina trató de arrancarla con las uñas. Uno de
los guardias, que despertó con los aplausos en la habitación contigua, advirtió
su tentativa inútil.
—No se puede arrancar
—dijo entre sueños—. Está pintada en la pared.
Laura Farina volvió a
sentarse cuando empezaron a salir los hombres de la reunión. El senador permaneció
en la puerta del cuarto, con la mano en el picaporte, y sólo descubrió a Laura
Farina cuando el vestíbulo quedó desocupado.
—¿Qué haces aquí?
—C'est de la part de mon
pére— dijo ella.
El senador comprendió.
Escudriñó a la guardia soñolienta, escudriñó luego a Laura Farina cuya belleza
inverosímil era más imperiosa que su dolor, y entonces resolvió que la muerte
decidiera por él.
—Entra —le dijo.
Laura Farina se quedó
maravillada en la puerta de la habitación: miles de billetes de banco flotaban
en el aire, aleteando como la mariposa. Pero el senador apagó el ventilador, y
los billetes se quedaron sin aire, v se posaron sobre las cosas del cuarto.
—Ya ves —sonrió- hasta la
mierda vuela.
Laura Farina se sentó
como en un taburete de escolar. Tenía la piel lisa y tensa, con el mismo color
y la misma densidad solar del petróleo crudo, y sus cabellos eran de crines de
potranca y sus ojos inmensos eran más claros que la luz. El senador siguió el
hilo de su mirada y encontró al final la rosa percudida por el salitre.
—Es una rosa —dijo.
—Sí —dijo ella con un
rastro de perplejidad—, las conocí en Rlohacha.
El senador se sentó en un
catre de campaña, hablando de las rosas, mientras se desabotonaba la camisa.
Sobre el costado, donde él suponía que estaba el corazón dentro del pecho,
tenía el tatuaje corsario de un corazón flechado. Tiró en el suelo la camisa
mojada y le pidió a Laura Farina que lo ayudara a quitarse las botas.
Ella se arrodilló frente
al catre. El senador la siguió escrutando, pensativo, y mientras le zafaba los
cordones se preguntó de cuál dé los dos sería la mala suerte de aquel
encuentro.
—Eres una criatura —dijo.
—No crea —dijo ella—. Voy
a cumplir 19 en abril.
El senador se interesó.
—Qué día.
—El once —dijo ella.
El senador se sintió
mejor. “Somos Aries”, dijo. Y agregó sonriendo:
—Es el signo de la
soledad.
Laura Farina no le puso
atención pues no sabía qué hacer con las botas. El senador, por su parte, no
sabía qué hacer con Laura Farina, porque no estaba acostumbrado a los amores
imprevistos, y además era consciente de que aquél tenía origen en la
indignidad. Sólo por ganar tiempo para pensar aprisionó a Laura Farina con las
rodillas, la abrazó por la cintura y se tendió de espaldas en el catre.
Entonces comprendió que ella estaba desnuda debajo del vestido, porque el
cuerpo exhaló una fragancia oscura de animal de monte, pero tenía el corazón
asustado y la piel aturdida por un sudor glacial.
—Nadie nos quiere
—suspiró él.
Laura Farina quiso decir
algo, pero el aire sólo le alcanzaba para respirar. La acostó a su lado para
ayudarla, apagó la luz, y el aposento quedó en la penumbra de la rosa. Ella se
abandonó a la misericordia de su destino. El senador la acarició despacio, la
buscó con la mano sin tocarla apenas, pero donde esperaba encontrarla tropezó
con un estorbo de hierro.
—¿Qué tienes ahí?
—Un candado —dijo ella.
—¡Qué disparate! —dijo el
senador, furioso, y preguntó lo que sabía de sobra—: ¿Dónde está la llave?
Laura Farina respiró
aliviada.
—La tiene mi papá
—contestó—. Me dijo que le dijera a usted que la mande a buscar con un propio y
que le mande con él un compromiso escrito de que le va a arreglar su situación.
El senador se puso tenso.
“Cabrón franchute”, murmuró indignado. Luego cerró los ojos para relajarse, y
se encontró consigo mismo en la oscuridad. Recuerda —recordó— que
seas tú o sea otro cualquiera, estaréis muerto dentro de un tiempo muy breve, y
que poco después no quedará de vosotros ni siquiera el nombre. Esperó
a que pasara el escalofrío.
—Dime una cosa —preguntó
entonces—: ¿Qué has oído decir de mí?
—¿La verdad de verdad?
—La verdad de verdad.
—Bueno —se atrevió Laura
Farina—, dicen que usted es peor que los otros, porque es distinto.
El senador no se alteró.
Hizo un silencio largo, con los ojos cerrados, y cuando volvió a abrirlos
parecía de regreso de sus instintos más recónditos.
—Qué carajo —decidió—
dile al cabrón de tu padre que le voy a arreglar su asunto.
—Si quiere yo misma voy
por la llave —dijo Laura Farina.
El senador la retuvo.
—Olvídate de la llave
—dijo— y duérmete un rato conmigo. Es bueno estar con alguien cuando uno está
solo.
Entonces ella lo acostó
en su hombro con los ojos fijos en la rosa. El senador la abrazó por la cintura,
escondió la cara en su axila de animal de monte y sucumbió al terror. Seis
meses y once días después había de morir en esa misma posición, pervertido y
repudiado por el escándalo público de Laura Farina, y llorando de la rabia de
morirse sin ella.
Nos vamos a
juntar este jueves a las 15 hs (los que quieran y puedan) para leer este relato
entre todos, hacer algunos comentarios, si quieren y conversarlo un poco. Les
dejo acá el link para que se unan: https://meet.google.com/pkh-fhpp-xqz
Para el
lunes 13, entonces, les pido que me manden las respuestas a las dos preguntas
que les hice al comienzo de este posteo y tengan leído el cuento. Como siempre,
me escriben a vincova.maria@gmail.com
indicando en el asunto 5b-apellido-mundos posibles.
Les mando
un abrazo y muchos cariños
María
Victoria.